viernes, 20 de junio de 2014

La isla de los muertos

Al primer fragmento de los papiros de Schimatari, traducido por el Doctor Papadopoulos, le faltan unas primeras líneas, tan deterioradas que solo ha sido posible recuperar un par de palabras, insuficientes para descifrar su sentido. Pero a continuación se encuentra el siguiente texto, bien conservado:

En la oscuridad de una noche sin luna, apenas si se distinguen desde el embarcadero los primeros escalones de la empinada escalera que sube hasta el templo, pero he venido ya tantas veces hasta aquí, que conozco el primer tramo, único visible sin bajar de la barca, palmo a palmo, peldaño a peldaño. Veintiocho escalones tallados en la dura roca que, con su mole inmensa y única, forma la isla de los muertos.

Cuentan que bajo ella yace aplastada una impía ciudad que adoraba en sus templos imágenes de diosas extranjeras. Hécate la aniquiló lanzándole desde su trono celeste, la luna, esta enorme piedra, a cuyo alrededor, con la sangre de los muertos, se formó la laguna Estigia.

No sé cómo llegó la roca hasta aquí, y bien pudiera haberse desprendido de la propia luna, pero de lo que sí estoy seguro es de que no son las rojas aguas las que tiñen sus riberas, sino que, por el contrario, son las tierras bermejas de la orilla las que prestan a las aguas su color sangriento.

Después del primer tramo, un recodo marcado por tres álamos negros impide ver el resto de la escalera y  a la temible Esfinge, guardiana del santuario.

La esfinge es un ser extraño, con cuerpo de león, cabeza de mujer, cola de serpiente y alas de águila. Esto al menos es lo que cuentan las iniciadas que la han visto, pero nunca se puede saber si lo que dicen es real o mero símbolo. Yo, por los ladridos que he oído las pocas veces que algún hombre temerario ha intentado subir, profanando la isla, más bien me la imagino como un horrendo perro con más de cien cabezas. En todo caso, la Esfinge siempre ha vencido a los profanadores, destrozando sus cuerpos y arrojándolos por el precipicio hasta el lago.

Porque solo a las iniciadas y a los reyes muertos está permitido el acceso a la isla. Incluso yo, que me gano la vida transportando por una moneda a quienes vienen en busca de un consejo, de un oráculo, de un filtro o del descanso eterno, no me había atrevido jamás, no ya a salir de mi barca, sino tan solo a rozar con mi mano el rellano en que, a corta distancia del embarcadero, comienza la escalera.

Hécate es una diosa bondadosa, pero terrible cuando castiga, y así como su templo en Tebas es una de las cosas más bellas que un hombre puede contemplar, la sola visión de su tenebrosa isla llena el ánimo de pavor y aleja a los extraviados que por azar se acercan hasta el lago. Ni el sol reverberando en las rojizas aguas de los cañaverales de la orilla es suficiente para dulcificar el paisaje. Pero en noches como esta, de novilunio, cuando nada se ve, pero se presienten las cosas más terribles, ni siquiera esas mujeres enlutadas, que a veces vienen en busca de no se sabe que maleficios y venenos, se atreven a aparecer.

Intenté apartar de mí esos lúgubres pensamientos, mientras asaba una liebre, cuando sin haber hecho el mínimo ruido que me alertase, aparecieron ante mí tres hombres gigantescos. Las pieles que vestían estaban sucias y mal curtidas; tenían revueltas las cabelleras y las barbas; y portaban grandes cuchillos que, a la luz de la hoguera, me parecieron...

(aquí faltan un par de líneas)

... compartir la liebre conmigo.

Uno de los hombres llevó la mano al cuchillo con semblante amenazador, pero el que parecía el jefe le hizo un gesto para que se detuviera. Se acercó a la orilla y, mirando hacia la isla, me preguntó por la luz que se vislumbraba en lo más alto.

Le expliqué que era el fuego perpetuo ante el templo de Hécate en la isla de los muertos.
El hombre guardó silencio unos momentos. Luego me pregunto cómo se podía llegar hasta allí.

A pesar de que le expliqué que la presencia de hombres en la isla era un sacrilegio, que Hécate castigaba con la muerte, el hombre, irritado, insistió en su pregunta.

Señalé hacia donde tenía varada la barca, al tiempo que insistí en que Hécate era una diosa poderosa.

“Nuestro dios es aún más poderoso. - me interrumpió - ¡Tú cómete la liebre que has cazado! Nosotros nos vamos a cazar diosas.”

Vi aterrorizado como llevaban la barca hasta el agua, se montaban en ella y, remando con fuerza, se dirigían hacia la isla. Estuve intentando distinguirlos en la oscuridad durante un rato, hasta que el olor a carne quemada me hizo recordar que estaba asando una liebre.

De todas formas estaba inquieto, y aquella noche no dormí. Miraba constantemente hacia la isla, aguzando el oído, pero los pocos sonidos que llegaban hasta mí no eran lo suficientemente claros como para determinar su significado.

De repente, la luz de la hoguera del templo se intensificó, y pronto se empezaron a ver grandes llamaradas en lo alto de la isla. ¡El templo estaba ardiendo!


Entonces, asustado, salí corriendo y dirigí mis pasos hacia...

martes, 10 de junio de 2014

En la Puerta del Cielo

Mi mejor amigo en el colegio  del Inmaculado Corazón de María de Sevilla (en Portaceli = Porta Coeli = Puerta del Cielo) se llamaba Pedro (Valdecantos cuando pasaban lista, siempre por apellido). Jugábamos, salíamos de excursión, remábamos en la Plaza de España (una vez  se cayó al agua al montarse en la barca), hablábamos...  y decidimos hacernos jesuitas.

En esta foto estamos los dos, con Villagrán, otro amigo del colegio, asomando la cabeza por detrás de mí:


En esta estamos toda la clase:



Pedro está sentado junto a nuestro Encargado de Clase (a su izquierda, a la derecha en la foto), y yo soy el que sobresale detrás de él.

Entre tanta gente, tenía más amigos, claro está, pero también algún "enemigo". No sé por qué, pero Ibarra siempre estaba metiéndose conmigo. Supongo que a eso le llamarían ahora "acoso escolar", aunque no fue para tanto. Un día íbamos en filas, y él iba detrás de mí, dándome golpecitos en los riñones y metiéndose conmigo, hasta que me harté, me volví y le largué un puñetazo. ¡La que se organizó! ¡Una pelea cuando íbamos en filas! Claro que el Encargado de Clase intervino inmediatamente y nos llevó ante el Prefecto. Primero entró él, dejándonos en la puerta, para explicarle al Prefecto lo sucedido. Entre otras cosas le oímos decir: "¡Qué le habrá hecho Ibarra a Briones para que se volviera a pegarle!". Si el niño más bueno de la clase se pegaba con otro, era evidente que era el otro el culpable. Porque yo era el niño más bueno de la clase (y quizás del colegio):



La cosa terminó en una simple reprimenda porque a mí no iban a castigarme, y quedaría raro que solo castigaran a Ibarra. Lo bueno es que con el incidente se acabó el "acoso": Ibarra no volvió a molestarme.  

Visto que era el niño más bueno de la clase, es lógico que quisiera ser jesuita (¿o no?). Pero mi padre se opuso: No creía que yo tuviera verdadera vocación, así que me dijo que cuando fuera mayor de edad (21 años, entonces) hiciera lo que quisiera, pero que de momento me iba a Madrid a estudiar. 

Pedro si se hizo jesuita. Le acompañé al psiquiatra (informe preceptivo para entrar en la Compañía). Esperamos un rato en un patio lleno de macetas con "pilistras" (aspidistras) hasta que nos hizo pasar. Yo me quedé en el patio, pero el psiquiatra insistió en que entrara también. Nos sentamos en dos sillas y él se sentó en otra enfrente. Nos miró, tomó unas notas y le pregunto a Pedro si se orinaba por la noche en la cama. Como le contestó que no, se volvió hacia mí y me dijo que cruzara las piernas. Me resistí, pero él insistió y, cuando puse una pierna sobre la otra, se dedicó a darme golpecitos con un martillo metálico hasta que, no sin esfuerzo, consiguió que mi pierna saliera disparada hacia arriba. Satisfecho, nos dijo que podíamos marcharnos. 


Pedro Jiménez Valdecantos murió en 2012, siendo Capellán de la Basílica de Jesús del Gran Poder de Sevilla, y San Pedro le abrió la Puerta del Cielo.