lunes, 25 de mayo de 2015

Contrabando

Uno de los buenos amigos que dejé en Italia cuando volví a España se llama Rodolfo di Cola. Él me enseñó que partir los espaguetis al cocerlos o al comerlos es pecado mortal. Y que ayudarse de una cuchara para enrollarlos en el tenedor es un acto vergonzoso solo admisible en niños de corta edad.

Salíamos muchas veces juntos y, una vez que se compró un coche de segunda mano, fuimos a celebrarlo a Lugano. Para los que vivíamos en la zona de Varese, al este del Lago Mayor, pasar a Suiza nos salía muy barato, sobre todo si íbamos con el depósito de gasolina casi vacío y volvíamos con el depósito lleno.

A la vuelta, a media tarde, nos pararon los carabinieri en la frontera y nos pidieron el pasaporte. Al abrir el de Rodolfo, cayó al suelo un papelito, que el carabiniere recogió, examinó atentamente y llevó a su jefe para que lo examinara.

Se trataba de un papelito casi ilegible que le dieron a Rodolfo a modo de factura en alguna tienda en el que casi lo único que se distinguía era una cifra: 1000 (poco más o menos, no la recuerdo con exactitud).

Nos hicieron bajar del coche y nos metieron en el cuartelillo. ¿Que había comprado Rodolfo por valor de 1000 francos suizos? Rodolfo explicó que nada, que la factura se refería a algo que había comprado en Italia por 1000 liras.     

El jefe del puesto ordenó que registrasen el coche, a Rodolfo lo metieron en la única celda que había y a mí me dejaron quedarme sentado en el despacho, vigilado de cerca por el jefe, que tuvo a bien explicarme que el coche estaba fichado desde hacía tiempo por dedicarse al contrabando y que dado  mi acento (¡andaluz!) resultaba evidente que mi pasaporte era falso y que yo era siciliano.

Y así estuvimos hasta que, pasada la medianoche, entró el carabiniere que estaba registrando el coche y le dijo al jefe que solo quedaba por registrar el depósito de gasolina y que su esposa debía estar inquieta esperándole.   

miércoles, 20 de mayo de 2015

Soneto de San Juan de la Cruz



Esta es la música que le puse al conocido soneto de San Juan de la Cruz :


No me mueve, mi Dios, para quererte,
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido,
para dejar por eso de ofenderte.

¡Tú me mueves, Señor! ¡Muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido!
Muéveme el ver tu cuerpo tan herido.
Muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No tienes que me dar porque te quiera,
porque, aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.


domingo, 10 de mayo de 2015

El caso Ponchielli

El fiscal jefe había decidido, con vistas a las próximas elecciones, declarar día de puertas abiertas el 2 de marzo de 2006, con la recomendación especial a todos los empleados de la fiscalía de extremar la amabilidad con los posibles visitantes. El tercero que entró ese día en mi despacho fue un pelirrojo que dijo llamarse Jack Floid y quería pedirme un favor relativo a lo que llamó "el caso Ponchielli".

Le dije amablemente que no sabía nada de ningún caso Ponchielli, pero no le quise decir que, dada mi condición de ayudante del fiscal, la clase de favores que podría hacerle en caso de tener algo que ver con el caso sería bastante limitado.

Él sonrió y me dijo que ya sabía que yo desconocía el caso Ponchielli, ya que los hechos que darían lugar a ese caso solo tendrían lugar tres meses más tarde.

- ¿Debo deducir que se trata de algún tipo de conspiración que se está preparando, y que estallará dentro de tres meses? - pregunté.

- En absoluto. Se trata de un simple caso de asesinato. El Señor Ponchielli descubrirá dentro de tres meses que su mujer le engaña, y la matará junto a su amante.

- ¿Y cómo sabe Usted que eso va a ocurrir?

- Por la misma razón, que le quedará clara si me permite continuar, por la que sé que será Usted quién se encargue de la investigación.

En condiciones normales allí habría terminado mi conversación con el Señor Floid, pero, extremando mi amabilidad, como había pedido el fiscal jefe, decidí dejarle continuar.

Según él todas las pruebas que iba a encontrar eran circunstanciales salvo una, que era determinante para probar la culpabilidad de Ponchielli. Si yo la presentaba, al Señor Ponchielli solo le esperaban unos años en el corredor de la muerte y una inyección letal. Si, por el contrario, yo la ocultaba, el Señor Ponchielli saldría en libertad y, después de cambiar de nombre, se volvería a casar,  tendría un hijo y, años después, tres brillantes nietos. Una nieta, que llegaría a vicepresidenta de la nación, un nieto que llegaría a arzobispo de Nueva York, y otro, científico, que llegaría a presidente de la Agencia Estatal de Estudios Espacio-Temporales.

- Ah, - dije, creyendo comprender - lo que Usted me está proponiendo es un dilema moral teórico en el que yo debo decidir si la vida de los tres brillantes nietos compensa suficientemente el que yo prevarique ocultando una prueba determinante.

- En absoluto. No se trata de un ejercicio teórico. Le he dicho que Ponchielli cambiará de nombre, pero no le he dicho que su nuevo nombre será Floid, y que yo soy uno de sus nietos: el científico. Si Usted presenta la prueba nos habrá condenado a mí y mis hermanos a no existir.  
  
Nuevamente sentí la tentación de echar al Señor Floid del despacho, pero felizmente se me ocurrió una solución que se adecuaba a la petición de amabilidad de mi jefe:  Le prometí solemnemente que ocultaría la dichosa prueba, fuera cual fuese.
       
- ¿Está seguro? - insistió él.

- Por supuesto. Si yo presentara la prueba, su abuelo sería condenado, Usted no llegaría a nacer y, por tanto, no habría podido venir aquí aprovechando las facilidades de la... ¿Agencia Estatal de Estudios Espacio-Temporales?  
  
El pareció quedar satisfecho y como agradecimiento me hizo un regalo de poco valor, según él, para que no pudiera considerarse un soborno: un dólar de plata, acuñado en el año 2090. Era una pequeña monedita, de alguna aleación plateada que supuse formaría parte de algún juego de mesa, pero que le agradecí efusivamente, como si realmente creyera que era lo que él decía.

El Señor Floid se marchó, yo me guardé el dólar en un bolsillo, y descansé...

... Hasta el 5 de junio siguiente en que mi jefe me llamó para encargarme el "Caso Ponchielli". Al parecer, tal como me había dicho un Jack Floid al que casi había olvidado, un tal Billy Ponchielli había asesinado a su mujer y su amante, desparramando por todos lados una serie de pruebas que la policía puso a mi disposición. Las estudié detenidamente y me pareció que todas eran puramente circunstanciales. Sus huellas, por ejemplo, que aparecían por todas partes, incluida el arma homicida, un cuchillo jamonero, podían explicarse perfectamente por el solo hecho de que el crimen se había cometido en su propia casa y que él se consideraba un experto cortador de jamones desde que, junto a su mujer, hizo un viaje por Europa.

Durante unos días estuve dándole vueltas a las pruebas, intentando descubrir cuál de ellas podría llegar a considerarse determinante, no circunstancial, pero finalmente decidí no pensarlo más, y presentarlas todas, en mi papel de fiscal, como pruebas definitivas. Eso me permitía, por un lado, no prevaricar, y por otro, no incumplir mi insensata promesa de no presentar una prueba que yo considerara determinante.

El juicio se celebró por fin en febrero de 2008 y Billy Ponchielli estuvo varios años en el corredor de la muerte, aplicándosele finalmente  la inyección letal el 4 de enero de 2015.

Debo añadir que aunque busqué desesperadamente en todos mis trajes y por todas partes el dólar de plata de 2090, no lo encontré, y lo único que lamento de todo este asunto es que los tres brillantes nietos de Ponchielli no llegarían a nacer.


Pero, si no van a nacer... ¿quién me visitó el 2 de marzo de 2006?  

martes, 5 de mayo de 2015

Laberinto - 4 - Un libro de historia

Cuando Olivia llegó al Laberinto en su primer día de trabajo, encontró, frente a la puerta 73, una treintena de personas gritando y exhibiendo pancartas con eslóganes contra la ocupación del Laberinto. Olivia sabía que cada seis días se manifestaban delante de una de las puertas abiertas, pero que, a pesar de su amenazante aspecto, no ejercían ningún tipo de violencia. Los rodeó y se internó por los pasillos en bicicleta.

Al llegar a la puerta de Crowell John la dejó apoyada en la pared y entró. La chaquetilla seguía en el respaldo de la silla, pero las flores marchitas habían sido sustituidas por un nuevo ramillete con capullos que empezaban a abrirse.

¿Ha vuelto?, preguntó a Crowell John, que la había oído llegar y salió a recibirla.

No. He sido yo quien ha cambiado las flores. Así, si viene alguien, pensará que la secretaria ha salido un momento... Pero pase, le dijo indicándole el camino: le enseñaré el apartamento. Debió ser la vivienda de algún funcionario importante, porque es bastante más amplia que las que dan a los pasillos más exteriores.

Le enseñó la cocina y el baño, explicándole que el agua de los grifos era de una calidad excelente.

No tienen puertas, comentó Olivia.

¡Oh! Si tienen puertas. Lo que pasa es que no sabemos cómo funcionan. Es igual que con las grandes puertas exteriores y las puertas de las viviendas. O están abiertas y no vemos rastro de ellas, o están cerradas y, salvo por los relieves que las adornan, no se distinguen del resto del muro... Aquí casi todas las habitaciones tienen la puerta abierta. Solo dos la tienen cerrada... En cuanto al baño... pondremos una puerta de madera, como la que puse a la entrada de la vivienda.

Su despacho, frente a la cocina, era bastante amplio y, además de una mesa de madera y varias sillas con asiento y respaldo de cuero, había una estantería con unos pocos libros y un amplio sofá que por la noche, explicó,  le servía de cama. Pero lo que más llamaba la atención era una de las paredes, que parecía un cielo estrellado.

Es una imagen de la galaxia, dijo Crowell John, y señaló uno de los puntos más luminosos de uno de los brazos espirales que le daban forma: Creo que este es nuestro sol. Verás que esta estrella, y otras once, brillan más  y tienen un tono ligeramente verde, mientras el resto lo tienen azul. Supongo que deben ser las sedes de las doce satrapías en que se dividía el imperio.

Salieron.

Ese es el despacho del Ingeniero Fulcan, que vendrá más tarde. La siguiente puerta, como puede ver, es una de las cerradas, y la de enfrente, si le gusta, puede ser su despacho.

Crowell John dejó que Olivia pasara primero. De tamaño era como la mitad que el de él, pero los muebles eran exactamente iguales. También había una pintura en una de las paredes: En un extremo, un hombre con uniforme militar apuntaba con un elaborado rifle a un espantoso dragón.

¡San Jorge!, exclamó Olivia.

¿San Yordi?

Es un personaje... que probablemente nunca ha existido... 

Si no le gusta, le puedo ofrecer otro despacho.

No, no. Es una extraña pintura, pero me gusta.

Olivia dirigió su mirada se dirigió hacia un montón de papeles y un libro que, junto a un jarroncito con flores, había sobre la mesa.

Esos papeles son los que empezó a traducir ayer. El ingeniero Fulcan está tratando de descubrir cómo funciona la pintura luminosa y es posible que ellos lo expliquen o, al menos, den alguna pista.

Olivia observó las finas líneas luminosas que recorrían el techo y parte de las paredes.

El libro quiero que lo examine y me diga de que trata, para ver si vale la pena traducirlo.

Olivia cogió el libro y hojeó sorprendida algunas de sus páginas.

¡Es artúrico imperial! ¿Cómo lo ha conseguido?

Lo encontré en una mis correrías por el interior del Laberinto... Aunque lo encontré en una zona que ha sido saqueada más de una vez, el libro no fue descubierto... o no despertó el interés de nadie.

¿Ha comunicado su hallazgo a la Comuna?

Aún no. Antes querría saber si habla del Laberinto.

Olivia volvió a hojear el libro, leyendo algunas líneas de varias páginas. 


Es un libro de historia, dijo cerrándolo y leyendo el título: "Fundación e Imperio"...